La última costa
Había una barcaza, con personajes torvos,
en la orilla dispuesta. La noche de la tierra,
sepultada.
Y más allá aquel barco, de luces mortecinas,
en donde se apiñaba, con fervor, aunque triste,
un gentío enlutado.
Enfrente, aquella bruma
cerrada bajo un cielo sin firmamento ya.
Y una barca esperando, y otras varadas.
Llegábamos exhaustos, con la carne tirante, algo seca.
Un aire inmóvil, con flecos de humedad, flotaba en el lugar.
Todo estaba dispuesto.
La niebla, aún más cerrada,
exigía partir. Yo tenía los ojos velados por las lágrimas.
Dispusimos los remos desgastados
y como esclavos, mudos,
empujamos aquellas aguas negras.
Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco
en el viaje aquel de todos a la niebla.
Francisco Brines La última costa Tusquets 1995
El pasado lunes concedieron el premio Cervantes a Francisco Brines, el último representante de la generación de los cincuenta, el único que no hizo poesía social, pero con una poesía refinada que oscila entre lo sensual y lo místico. Con una vida poco convencional y apartada de lo mundano La última costa es su último libro. Libro que se inicia con poemas de la infancia y termina con poemas de la vida vista desde el más allá.
Sin embargo su libro mas querido es “El otoño de las rosas”, que incluye el poema homónimo
“Vives ya en la estación del tiempo rezagado:
lo has llamado el otoño de las rosas.
Aspíralas y enciéndete. Y escucha,
cuando el cielo se apague, el silencio del mundo.”
Un otoño que como en el atardecer de la vida se llena de momentos alegres en el recuerdo
Acabo con esta frase de la entrevista de Francisco Brines en el 2002 recogida por Claudia Posadas en la revista Espéculo
“Si a la vida se le exige poco y se le agradece lo que nos da, se está en el camino de la felicidad. Creo que la madurez, que en mi caso ya es más que eso, posibilita esa instalación tan sabia y tan justa. Es como cuando uno mira atrás y se da cuenta que lo tiene todo; por ejemplo, recuerdo una tarde en que no sucedió nada, pero era feliz porque me sentía bien en el mundo. Estaba quizá con unas personas, leyendo, o escuchando música. Pero recuerdo ese momento con gran felicidad, y la memoria vuelve y vuelve y uno dice “pero si esto me lo da la vida todos los días”. Y uno recuerdo cómo le exigía otra cosa. Ahora me instalo en el campo, estoy con mi lectura, viendo la luz, en el atardecer de la vida, sintiendo como fluye porque tengo salud. Lo malo sería tener dolor. Se puede ser feliz con ese esplendor modesto que te da cada día, que no es el esplendor de un gran amor, por ejemplo. A mi edad me sobrecogería un gran amor, me produciría un trastorno que ya no podría superar, por lo tanto eso ya no lo espero. La vida me da cosas maravillosas, la amistad es un sentimiento hermoso; también está el amor a la naturaleza, que es uno de los aspectos en mi obra más positivos. En fin, hay muchas cosas que nos pueden dar una felicidad modesta”
En la lenta caída de la tarde, distantes ya
las horas del oro de la siesta,
la intimidad del campo hace feliz la vida;
va la tierra, con flores y con montes, a la orilla del mar,
y deliran los pájaros en la rosa de luz,
antes que sea el cielo el panal bullicioso
y callado de los astros.
Buen jueves